Memoria obligatoria
Nacido en Toledo (607), recibió una brillante formación, y siendo abad del monasterio de Agalí (Toledo) y obispo de Toledo (657), empleó sus esfuerzos en acercar la Biblia y la doctrina de la tradición patrística al pueblo: ‘El que se entrega de lleno a meditar la Escritura, indaga la sabiduría de sus predecesores y estudia las profecías, examina las explicaciones de autores famosos y penetra por parábolas intrincadas el misterio de proverbios y enigmas. Muchos alabarán su inteligencia, y su fama vivirá por generaciones’.
Oración colecta
Dios todopoderoso, que hiciste a San Ildefonso insigne defensor de la virginidad de María; concede a los que creemos en este privilegio de la Madre de tu Hijo, sentirnos amparados por su poderosa y materna intercesión.
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«Don Francisco de Quevedo me dirigió una mirada que interpreté como era debido, pues fui detrás del capitán Alatriste. Avísame si hay problemas, habían dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen más papel que uno. Y así, consciente de mi responsabilidad, acomodé la daga de misericordia que llevaba atravesada al cinto y fui en pos de mi amo, discreto como un ratón, confiando en que esta vez pudiéramos terminar la comedia sin estocadas y en paz, pues habría sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso de Molina. Yo estaba lejos de imaginar hasta qué punto la bellísima actriz María de Castro iba a complicar mi vida y la del capitán, poniéndonos a ambos en gravísimo peligro; por no hablar de la corona del rey Felipe IV, que esos días anduvo literalmente al filo de una espada. Todo lo cual me propongo contar en esta nueva aventura, probando así que no hay locura a la que el hombre no llegue, abismo al que no se asome, y lance que el diablo no aproveche cuando hay mujer hermosa de por medio.»
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«Don Francisco de Quevedo me dirigió una mirada que interpreté como era debido, pues fui detrás del capitán Alatriste. Avísame si hay problemas, habían dicho sus ojos tras los lentes quevedescos. Dos aceros hacen más papel que uno. Y así, consciente de mi responsabilidad, acomodé la daga de misericordia que llevaba atravesada al cinto y fui en pos de mi amo, discreto como un ratón, confiando en que esta vez pudiéramos terminar la comedia sin estocadas y en paz, pues habría sido bellaca afrenta estropearle el estreno a Tirso de Molina. Yo estaba lejos de imaginar hasta qué punto la bellísima actriz María de Castro iba a complicar mi vida y la del capitán, poniéndonos a ambos en gravísimo peligro; por no hablar de la corona del rey Felipe IV, que esos días anduvo literalmente al filo de una espada. Todo lo cual me propongo contar en esta nueva aventura, probando así que no hay locura a la que el hombre no llegue, abismo al que no se asome, y lance que el diablo no aproveche cuando hay mujer hermosa de por medio.»